Capítulo 2
“La araña es un
animal sagrado en la mayor parte del norte de Athaeren. Se las considera la
forma más pura de vida, y son alabadas como descendientes directas de Athaes,
la primera madre del mundo, y también la primera araña."
-Costumbres del mundo Conocido, por Jurfrngir de Malor
-Costumbres del mundo Conocido, por Jurfrngir de Malor
Nesa miró al cielo encapotado, y un
atisbo de congoja ensombreció su rostro. Habían pasado la noche al raso, y,
pese al frío y el viento, tuvieron la gran suerte de no padecer una de las
nevadas típicas de Vorya.
Una leve brisa empezó a ladear los
abetos, obligándolos a deshacerse de su manto blanco. Nesa cargó como pudo con
el cuerpo de Dorien.
“Maldita sea, Lia, tú eres la fuerte.
¿Dónde estás?”, pensó.
Los mapas indicaban que las cavernas
Eodúm estaban cerca, pero… ¿quién puede fiarse de los mapas? Menos aún de
estos, creados a cientos de leguas, inspirados por otros menos inexactos, a su
vez calcados de indicaciones vagas dadas por viajeros quién-sabe cuántos años
ha.
El norte y el sur perdían su sentido
en los bosques nevados. Solamente importaba de dónde venía el viento, y hacia
dónde iba.
Si sabías interpretarlo.
Pero Nesa, no sabía.
Le preocupaba el estado del chico.
Respiraba cada vez más lento, y su cuerpo se enfriaba por momentos. Debía
encontrar un refugio con urgencia, pero sin Lia, estaba perdida.
Su compañera había ido a
inspeccionar la zona hacía varias horas. Tenía que ser un paseo rápido, pero el
sol ya se ponía y aún no regresaba.
Hundía pesadamente las botas en la
nieve, cada paso era un tormento, cada rama, un suspiro en el viento. Pequeños
copos se fundían en su aliento y mojaban su rostro, los brazos le temblaban
bajo el peso de Dorien. Su cuerpo gritaba ayuda de forma desesperada. Pero
debía resistir, llevaba un año haciéndolo. Su piel había sufrido el frío del
Norte, la aridez del desierto, el salitre en la ácida brisa de los mares del
oeste… Tenía la convicción en la sangre, y las ideas fijas en la mente.
El fin justificaba los medios, el
tiempo se lo había enseñado.
Un pequeño animal pasó entre sus
piernas y le hizo perder el equilibrio. Un zorrillo de las nieves, de cola
erizada y orejas gachas corriendo al oír sus pesados pasos y jadeos de
cansancio.
El zorro pasó entre arbustos
blanquecinos y pelados, dejando atrás a la chica y su carga, atravesando la
nieve en un rastro apenas perceptible.
Acostumbrado al frío y el hielo, su
pelo atrapaba el calor y lo repartía a su alrededor. Sus ojos brillaban como
dos estrellas vivas, guías en un páramo muerto. Para él los árboles eran
gigantes, un techo resbaladizo e inaccesible. Un dios impío, que a la mínima
molestia podía sepultarlo en un manto eterno de nieve.
¿Qué podía hacer? ¿Qué podía pensar
esta pequeña bestia, en una tierra sin piedad?
“Sobrevive.”
Una única idea que lo hacía correr y
esconderse, comer y dormir. No sentiría este ser afortunado sentimientos o
emociones como soledad o frustración por no alcanzar sus metas… Tendría una
vida corta y fructífera, apenas dejaría una huella en este mundo, pero tampoco
le importaría. Nunca se entristecería por ello.
En su carrera por encontrar refugio
ante la inminente tormenta, recorrió cientos de varas antes de topar con otra humana.
Su cabeza chocó contra una pantorrilla fuerte y dura como un tocón.
-¿Te has hecho daño, pequeñín?
Lia dejó una gran bolsa de piel en
el suelo, un peso muerto dejando pequeñas manchas rojas en el suelo blanco e
impoluto. Cogió al zorrillo en brazos y le acarició la cabeza.
-Estás bien, ¿no, pequeño?
El animal se resistió, arañando
cuanto pudo y huyó entre la maleza.
Lia recogió la bolsa y se echó a la
carrera también. Era más tarde de lo pensado. Había dejado a Nesa con el chico
inconsciente, y no podría cargar mucho con él sola.
Corrió al trote y los pudo encontrar
a poca distancia.
Nesa tiró a Dorien al suelo con poca
delicadeza y le lanzó una mirada furibunda:
-¿Dónde has estado? ¡Han pasado
horas desde que marchaste!
Lia levantó la bolsa señalándola:
-Un oso se ha topado conmigo,
pobrecito. Da igual, ahora tenemos cena
-Ahora cargarás con la carne y con
el chico.
-Cómo quieras…- contestó Lia
resignada.
Empezaron a avanzar, con la
esperanza de encontrar al fin las cuevas.
El pequeño zorrillo miraba con
precaución desde la distancia, había seguido el rastro de la carne. Aunque la
idea de enfrentarse a humanos, podía quitar el apetito.
Dorien flotaba. Tan simple como eso.
La oscuridad lo rodeaba. Un vacío pulsante y agradable. Un lugar en que ningún
pensamiento tomaba forma, un lugar donde nada existía. Un sitio sin Nada,
Nadie, Ningún Lugar. Un vacío atractivo, dónde poder quedarse, y no sentir
nunca.
Allí el negro no era un color, lo
era todo. El negro era él y el vacío. Eran uno en la oscuridad, la Nada y Él. ¿Dónde terminaba
su cuerpo?
No. Su cuerpo no terminaba. Su
cuerpo no empezaba. Nada.
¿El tiempo y el espacio? No
existían.
Podían pasar segundos, horas o días.
Sería lo mismo para Dorien.
Y podrían haber pasado segundos,
horas o días cuando aparecieron las luces.
Una, azul y fría. Lejana y difusa.
Otra, naranja y cálida. Cercana y
definida.
Bajo él las vio. Líneas blancas,
cientos de ellas, brillando y extendiéndose hasta el infinito, dando una
sensación de profundidad a un lugar que no la tenía. Las líneas, estrechas y
luminiscentes, lo conectaban con las luces.
Desde la cálida, una voz:
-¿Dorien?-
Una voz de suave pero fuerte. Lo
aterrorizaba y lo atraía.
-Dorien, ven. Vuelve a mí.-
Volver… La palabra carecía de sentido
ahí.
¿Quién era? ¿Era algo, acaso?
Se sentía llegar a ella, moverse en
un lugar sin espacio, caminar en un lugar sin suelo.
Su calidez lo llenaba y envolvía.
Una intensidad aterradora lo atravesaba.
Empezó a avanzar hacia la aquello,
hacia esa lumbre que lo tentaba con mil imágenes de un mundo ideal. Allí
encontraría todo lo que quería, todo lo que deseaba. Quizá todo lo que había
perdido durante su vida.
-Ven, no volverá a pasar.-
Una idea, más fuerte que las demás,
vino a él: dolor, sangre. Y todo lo demás desapareció. Huyó, como solo se podía
huir ahí. Huyó con todas sus fuerzas, con la fuerza de la convicción. La fuerza
de un animal herido. Huyó como había huido siempre. Y al huir llegó a la luz
fría.
De repente, sintió la realidad
chocando contra él, como agua helada en la cara caliente.
Y despertó.
Las caras de Nesa y Lia aparecieron
ante él. Estaba echado en el frío suelo de alguna cueva. Un pequeño fuego
empezaba a arder a sus pies.
-¡Respira! ¡Creo que respira!
-¿Crees? O respira o no, asegúrate.
Sintió la realidad, la confusa
realidad.
El viento azotaba con violencia las
ventanas del palacio. La noche empezaba a caer tras un manto de nubes blancas,
que se henchían como las velas de un barco en el horizonte, retorciéndose y
girando, adoptando miles de formas caprichosas. El día había sido corto, y el
sol, mortecino. Las gentes en la corte habían permanecido enclaustradas,
mirando tras las contraventanas y temiendo la llegada de una tormenta de nieve,
el último coletazo de un invierno demasiado largo, y un mal principio para la
esperada primavera.
Los guardas de la Planta Roja , la última planta
de palacio reservada al rey y sus sirvientes directos, lucían en sus rostros el
cansancio de incontables noches en vela. Sus cotas de malla tintinearon
estrepitosamente, al ponerse firmes sus ocupantes.
- ¡Señor! –gritaron los guardas.
Era el heredero. El Heredero, con
mayúsculas. Ese muchacho pálido de mirada punzante cuya sola presencia daban
ganas de huír. El segundo hombre más poderoso de Otued, y, por algún motivo,
uno de los más temidos en el vecino reino de Vorya. Como de costumbre, iba
ataviado con su capa negra, cubriéndole el cuerpo por completo. Apenas otra cosa
que sus manos forradas en grandes guantes de piel, ribeteados con líneas
moradas, salían de esa masa uniforme y oscura.
La sola mención de su nombre
suscitaba cuchicheos nerviosos entre la corte.
Nyrae, apodado “Alma Helada” y “El
Extraño”, heredero al trono de Otued y nombrado Señor de las Montañas
Eol-Eodúm, estratega honorífico del Alto Mando y soberano de las costas de
Búzlaq.
El reino era pequeño, sin embargo,
el poder del Heredero era inconmensurable.
El muchacho miró a los guardas,
ladeando la cabeza en un gesto de sarcástica desaprobación.
- Señores, ¿cuánto hace que no
duermen?
Los hombres dudaron en responder.
Uno de ellos contestó en un titubeo:
- Alteza…-
- No soy un príncipe, no me llamen
“Alteza”. Prefiero que me llamen “Excelencia”.
El guarda bajó la cabeza, confuso, y
continuó:
- Bien, Excelencia. Su Majestad, el
rey, dio órdenes expresas de que no nos moviéramos de nuestros puestos.
Nyrae sonrió, aguantando la risa.
Suspiró con cierto tono de exasperación y preguntó:
-¿Cuánto hace de eso?-
- Cinco días, Excelencia.-
El chico estalló en carcajadas,
apoyándose en la pared del pasillo. Los guardas, incrédulos y confusos,
intentaron fingir que aquello no ocurría. Con escaso éxito.
- Alt… Excelencia, ¿Puedo preguntar
de qué se ríe?
El Heredero se repuso y los miró con
una sonrisa de superioridad en los labios.
- Señores, en el futuro eviten
obedecer las órdenes del viejo. Está… Algo ocupado, y a veces no se da cuenta
de lo que dice. Esperen al final del turno y hagan el cambio de guardia, como
es habitual.
Los guardas quedaron sorprendidos.
- ¿Nos está pidiendo que
desobedezcamos órdenes directas?¿Órdenes directas del Rey?-
-Solo digo, que si les da una orden
que parezca más disparatada de lo habitual… Consulten con su capitán, o
conmigo. ¿Entendido?- dijo Nyrae, dando una palmada en el hombro del más alto.
Los hombres siguieron con sus gestos
de sorpresa, aunque parecían aliviados por no tener que pasar otra noche de
guardia.
El chico siguió adelante por el
pasillo, y entró en el Cuarto Rojo. Los aposentos del rey.
La gran sala apenas estaba iluminada
por las llamas mortecinas de la chimenea.
La enfermera, menuda y delgaducha,
permanecía sentada en un rincón mirando el vacío con extraña fascinación. Al
verlo entrar, se levantó y le dedicó una rígida reverencia, para volver a
sentarse inmediatamente y retomar su pose pensativa.
El viejo rey yacía en la cama, entre
gruesas mantas y pesados doseles color carmín a medio correr. Su pesada
respiración llenaba la habitación en silencio, rebotando en cada rincón con un
eco oscuro. Sus pequeños ojos, hundidos en arrugas y los pliegues que la edad
había tallado en sus párpados, se fijaron inmediatamente en el recién llegado.
- Bas… tardo…-
Nyrae tomó asiento junto a la cama,
y con una sonrisa intentaba no mirar al hombre yaciente. Le recordaba a la
muerte. Era el retrato de aquello en que todos nos convertiremos algún día, el
fin de los días. La enfermedad, el dolor, la soledad en el lecho de muerte…
Hasta el más grande llega a su final.
Le recordaba a la muerte, y eso al
Heredero no le gustaba.
- Hola, viejo. ¿Por qué sigues
vivo?-
- ¿He… oído… bien?-
El chico lo miró con extrañeza.
- ¿Disculpa?-
- Has… tratado… de… usted… a… los…
guardias…-
- Por supuesto, soy un hombre
educado.- acompañó esto de un gesto teatral.
El rey, con ojos llenos de reproche,
intentó gritar:
- SON SUBORDINADOS.-
Nyrae sonrió.
- Son TUS subordinados. Tus hombres,
tus vasallos.-
- Algún día… serán… los tuyos.-
- Hasta entonces, los trataré con la
misma formalidad que a cualquier otro desconocido.-
- Es… tú… pido.-
- Viejo idiota.
El rey empezó a carraspear. Y el
seco carraspeo se convirtió en una tos profunda y enfermiza. La enfermera
corrió a atenderle, y Nyrae se apartó discretamente, observando la escena:
Primero, la enfermera le dio a beber
agua de un cuenco, y poco a poco, la tos cesó. Luego, su majestad susurró algo
al oído de la chica, y esta trajo un bote humeante, que colgaba en el fuego de
la chimenea. El viejo señor empezó a inhalar el vapor del bote y lentamente se
sumió en un profundo sueño.
La enfermera devolvió el bote al
fuego y miró al Heredero, con severa impaciencia.
- No deberías darle sobresaltos.-
Nyrae sonrió, intrigado.
- ¿Me tuteas?
La chica hizo caso omiso y siguió
hablando, en tono bajo pero firme, mientras se dirigía al otro lado de la sala.
- Es un anciano y está enfermo. Su
estado es muy grave y lo último que…
- ¿Me has tuteado? ¿De verdad?-
Ella suspiró exasperada y lo miró
con fiereza:
- …y lo último que necesita es a un
muchacho indolente y maleducado que a penas sabe decir dos palabras sin reírse.
- ¡Yo no me río cuando hablo!- dijo
Nyrae fingiendo sentirse ofendido.
- ¡Sí lo haces! Siempre miras a todo
el mundo con esa estúpida sonrisa burlona, como si se te debiera algo por el
simple hecho de mirarte.
La chica sentó y miró hacia las
ventanas, dando por zanjada la discusión, con los labios apretados y las manos
cruzadas sobre el regazo.
Nyrae la miró, de pie, al otro lado
del diván en que ella permanecía sentada.
- Eres la primera persona que me
tutea en mucho tiempo. No me gusta que me tuteen-
No dijo nada como respuesta.
- Sin embargo, me parece interesante
que tengas los…”arrojos” para hablarme así.
Ella lo miró de reojo, y comentó:
- Solo le digo lo que se merece.-
-¿Cómo te llamas?-
Por el rostro de la chica asomó un
rastro de interés.
- Me llamo Aniek.-
- No sabía que ese fuera un nombre
de chica.-
Ella se revolvió inquieta en el
sitio. Bajó la mirada y dijo en un suspiro:
- Puede serlo.
Nyrae solamente sonrió y se sentó a
su lado, incomodándola. Lo había vuelto a hacer, había sonreído de aquella
forma. Aniek solo pudo mirar a otro lado y contenerse. En otra vida le habría
parecido atractivo, pero Él era lo que era. El mediocre que sustituiría al Gran
Geloth, “el Liberador”. Nada que el chico hiciera podría convencerla de lo
contrario. Nada de lo que ella podía imaginar.
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